Recuerdo como si fuera ayer sentarme en las noches a escribir La Maternidad en tiempos de coronavirus, encerrada con dos hijos, tres gatos, un perro y un esposo sin salir de casa. Esto ya fue hace un año. Un año lleno de retos, pero también de logros. Un año que cultivó vínculos más fuertes de los que alguna vez había experimentado y en el cual amigas que consideraba hermanas, se convirtieron en desconocidas. Un año en el que el rumbo de mi vida dio un cambio de 180 grados, y del cual estoy eternamente agradecida. Sin embargo, anhelar el regreso es distinto a su realidad. Aunque paulatino, el regreso a lo que ahora llamamos la nueva normalidad, ha sido todo menos normal, y los procesos que han sucedido, bajo la perspectiva de la tragicomedia que es la vida, no han pasado desapercibidos.
Cuando por fin nos empezamos a sentir un poco más seguros, mi adorada madre, Aka Penelope Sunshine, se aventuró a llevarse a los conejos (mi hija de 10 años, y mi hijo de 8) un fin de semana. Para Don Barbas (mi marido) y para mí, fue la gloria… no, no, fue más que eso. ¿Qué haríamos todo un fin de semana solos? Sin tener que atender las necesidades incansables de nuestros inquilinos que no solamente no pagan renta, sino que exigen lo que ellos consideran indispensable cada segundo de cada día. ¿Dormir? ¿Comer como adultos? ¿Beber como adolescentes? ¿Ver Netflix como millennials? ¿Hacer el amor como…? (pueden terminar esta interrogante de la manera que más resuene con ustedes).
La respuesta, todas las anteriores. Fue una delicia que obviamente duró muy poco.
Durante este hermosísimo fin de semana de ser adultos y pareja, le pedí a mi mamá, que no me llamara al menos de que hubiera una emergencia… necesitaba(mos) un break. Se fueron el viernes temprano, y el primer día no tuvimos noticia alguna. ¿Extrañé a los comandantes? Obviamente. ¿Ya quería que terminara el fin de semana? Obvio no. Total, arrancado nuestro segundo día de libertad, después de una comida deliciosa y una sobremesa llena de risas, recibo una llamada de mi mamá:
-Hola Rache
-Hola ma, ¿todo bien?
-(Risas) Si… oye, ¿qué onda con tu maternidad?
(Quiero meter un pequeño paréntesis contándoles que mi mamá no tiende a juzgarme mucho, en algunas cosas en las que difiere con su propio maternaje, en ocasiones se ríe, pero no pasa de eso).
-¿Por?
-(Risas) Pues resulta que después de haber estado en la alberca todo el día, le digo al conejo que es hora de bañarse. ¿Sabes que me respondió?
-¿Qué?
-Qué porqué se tiene que bañar, si no es jueves.
A ver, les voy a explicar. No soy una madre desinteresada que no atiende a sus hijos. Les prometo que todas sus necesidades básicas (y las no tan básicas) están cubiertas. ¿Qué pasó durante la pandemia? Pues no veía el punto de bañarlos diario. Admito que probablemente se me llegó a pasar la mano a veces, pero honestamente, no hacíamos nada, no íbamos a ninguna parte, no salíamos de casa, muchos días, ni la pijama nos quitamos. Si, si, ya sé lo que se están preguntando ¿acaso tus hijos no iban a la escuela virtualmente? Obviamente, pero pues… no sé, no tengo una buena excusa, al parecer durante la pandemia me convertí en la mamá que solamente bañaba a sus hijos los jueves, y esto lo noté por el comentario de mi hijo… si no, no me hubiera dado cuenta.
Les cuento, la depresión generalizada que experimentamos todos, a pesar de no darnos cuenta, está mostrando secuelas que muchos apenas estamos notando. A pesar de sentirnos felices de no tener que socializar, de no salir de casa, de no tener que poner despertador (uff, como extraño esta parte con todo mi ser), entramos en un tipo modo ermitaño que de cierta manera cegó lo que estaba sucediendo, tanto afuera, como adentro.
Es por eso que, aunque comenzar a retomar ciertas rutinas nos proporciona una estabilidad que nos faltaba, nos cuesta trabajo. Es por esto que nos hemos convertido en personas más particulares con respecto en qué y con quién decidimos pasar nuestro tiempo. Es por esto que nuestros hijos, a pesar de por fin regresar a una vida social que es imperativa para su desarrollo, se sienten desbordados emocionalmente. Porque lo que nos tocó (y escribo el verbo tocar en pasado como un símbolo de esperanza de que realmente ya estemos del otro lado) estuvo muy rudo. En un abrir y cerrar de ojos nos cambiaron la jugada, en todo… y esto nos cambió. ¿Será permanente este cambio? Probablemente no, los seres humanos tenemos la ventaja, o desventaja, de ser sumamente adaptativos, por lo cual posiblemente en unos años, ni siquiera recordemos los detalles que en el día a día modificaron tantas cosas en nuestro interior.
Lo que sí creo que cambió, y que trae consigo consecuencias que aún no podemos comenzar a comprender, es estar expuestos de una forma tan tajante, a nuestra fragilidad. Esta fragilidad que nos ha hecho cuestionarnos absolutamente todo, que nos ha impulsado a cambiar ciertas cosas que jamás pensamos posible cambiar, que nos enseñó a valorar nuestra salud y la de nuestra familia más que antes, y, sobre todo, a darle un sentido distinto al transcurso del tiempo. Porque la realidad es que el tiempo lo podemos medir, perder, sentir, invertir, regalar, aprovechar, compartir, detener, estudiar, desperdiciar, extrañar, dar por hecho y valorar. Y entenderlo de una manera tan profunda, nos cambió.
Aunque este regreso no ha sido, desde mi perspectiva, algo en su totalidad positivo, sí me ha sacudido lo suficiente como para entender, que lo que realmente importa, más que todo, es lo que hacemos con nuestro tiempo, en el aquí y en el ahora.
Ah, y hablando del tiempo y del presente, les prometo que ya estoy bañando a mis hijos más seguido.